Cuentos inéditos: SILENCIO

Jesús González Mendoza

Un día nos aburrimos. Nos cansamos de que no hubiera oportunidad de usar la justicia, dura, como acostumbramos. Prohibimos las palabras, el sonido. Como artistas del sigilo, debíamos movernos con cuidado. Los primeros días fue difícil. Una vez cayó un jarrón y produjo un ruido estruendoso. Nunca descubrimos al causante; teníamos nuestras sospechas. Seguimos investigando. Haremos que pague de forma ejemplar. Nos deshicimos de los perros, eran un problema obvio para nuestro fin. Les cortamos el cuello y los tiramos al barranco. Compramos algunos gatos y los regamos por las distintas habitaciones. Entendieron de inmediato que ahí no cabían maullidos ni ronroneos. Eran cuidadosos. Tanto teníamos que aprender de esos peludos.

El silencio es incómodo para algunos. Para nosotros, se volvió más una técnica que perfeccionar. Aislamos los muros de la casa y en las noches aceitábamos las puertas y ventanas; aplastábamos esos insoportables grillos; poníamos repelente para los mosquitos; revisábamos que los grifos no gotearan. Llegó el momento en que nos volvimos tan peritos que oíamos el aleteo de una mosca desde el extremo de la habitación. Más tarde, ya no nos conformábamos con nuestro silencio: amenazábamos a los vecinos para que no nos perturbaran. Al principio, opusieron resistencia; pero las buenas técnicas de persuasión de nuestro padre funcionaron. La calle quedó en la más perfecta armonía. En toda la ciudad, se corrió la voz, de manera que las personas entendieron que no debían alterar nuestra paz.

Mario, el mayor de los sobrinos, siempre fue un travieso consagrado. Nunca hizo algo tan grave como para que le impusiéramos un buen castigo. Sus culpas quedaban expiadas después de pasar de pie treintaiséis horas consecutivas en una de las esquinas de su habitación. Nuestro padre ya se daba cuenta de que éramos demasiado generosos con él. No fue hasta que irrumpió en nuestro silencio que recibió una sanción ejemplar. Un día, salió gritando y corriendo por todos lados. Lo tomamos de las orejas y lo arrastramos hasta la sala, frente a todos, donde nuestro padre lo enjuició. El niño alegaba que había gritado porque le había picado una araña. Obviamente no le creímos, aun cuando nos mostró una pequeña una mordedura. Lo dejamos sin comida. El pobre ni se quejó. Creo que se nos pasó la mano. Lo lloramos en silencio durante varios meses.

Admito que todavía lo extrañamos.

Llegamos a un acuerdo después del incidente. Creímos que sería necesaria una excepción a la regla: sólo una vez se nos permitiría el habla. Algo breve, en el momento justo antes de la muerte. Algunos en la familia pasaron toda su vida preparando ese momento, hicieron borradores mentales de lo que dirían, a los que les agregaban y quitaban palabras. Algunos, incluso, se hicieron poetas. Cuando alguien agonizaba, lo oíamos fascinados. Sin embargo, otros miembros de la familia renunciaban a ese derecho y se hinchaban con su muda muerte.

Cuando lo mandamos al patíbulo, nuestro padre estuvo orgulloso de nosotros. La causa fue un fuerte estornudo que nos distrajo de nuestra rutina. Murió sin privilegios. Claro que nosotros hubiéramos preferido ignorarlo. Los primeros meses nadie se movía. Un silencio de muertos llenaba las habitaciones. Sin embargo, después de un tiempo, el caos que tanto odiamos se hizo presente: se escuchaban por aquí y por allá los murmullos, el caer de objetos y pisadas. No había forma de saber quiénes los causaban porque éramos todos. Una casa sin padre se derrumba. Habíamos quedado huérfanos y es bien sabido que no hay justicia para los huérfanos, sólo un tedio de muerte.


Jesús González Mendoza Coalcomán, Michoacán, 1994. Ha publicado en distintas revistas literarias, como Tierra Adentro y Punto en Línea. Participó en el Séptimo Curso de Creación Literaria para Jóvenes de la FLM en colaboración con la UV. Finalista en el Premio Nacional de Cuento Fantástico Amparo Dávila 2016. Actualmente escribe en la columna “Cabezas de repuesto” de la revista Marabunta.