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La apariencia nuestra de cada dia

Tal vez el mejor resumen del problema acerca de la apariencia nos lo haya dado Juan Gabriel: “Lo que se ve no se pregunta”. En 2002, Fernando del
Rincón, estrella reporteril de Primer impacto, recibe por respuesta esa afirmación cuando le pregunta al juarense por adopción si es gay. Juan Gabriel, a quien se le asocia más con el movimiento desgañitado de una copa de brandy y la cantada desafinada pero sincera, se da por bien servido cuando responde una frase como ésta después de un pequeño titubeo.

Durante toda la entrevista, Juan Gabriel esquiva los acosos constantes del entrevistador, pero a partir de ese momento, el cantante, como si emulara el ritmo de “¿Por qué me haces llorar?”, empieza a crecer: “La televisión hoy en día hace preguntas muy capciosas y le gusta ir más allá por el rating”, al final anula la actitud hostil y procede a construirse y volver a centrar la atención sobre lo que él hace, aquello que realmente hay que recordar. Más allá de si le simpatizaba el pri, de si tenía problemas con sus impuestos, de su historia de nuevo rico, lo importante era que todo girara en torno a su trabajo: cantar. La apariencia que importaba era ésa, la historia que nos contamos de él sería respecto a su música.

Así funcionan los relatos, “lo que se ve no se pregunta”: es asumir un contrato de verosimilitud. El mundo que se construye funciona dentro de sí, con los propios medios y problemas, con los huecos y las faltas de información. Indagar sobre ellos es ensancharlo: ver Rogue One, de Star Wars, leer todos los libros de J. R. Martin, discutir si Flash o Quicksilver es el más rápido de acuerdo con sus apariciones y dichos en los cómics, o si contratan a un periodista para que El Chapo, la última serie de Netflix, tenga más o menos verosimilitud. Nuestros actos son puramente quijotescos porque quieren seguir construyendo ficciones. No creo que sea pecado, pero es curioso que organicemos nuestro mundo, nuestra existencia a partir de la necesidad de contarnos de tal o cual forma; de, básicamente, ficcionalizarnos.

Estamos acostumbrados a asumir que cine es sinónimo de ficción. Colocamos los documentales en una categoría distinta que rara vez aparecerá en la cartelera, y los anuncios de películas y series siempre dicen que están “basadas en hechos reales”; que yo recuerde no he visto alguno que me advierta sobre una pura y total ficción.

Creamos para ordenar el mundo y colocarnos en él, para que nuestra vida vaya hacia algún lado y venga del que
nosotros queremos. Un cronista, un documentalista, un fotógrafo o cualquiera que se quiere dar a la tarea de ser un turista profesional, como dice Susan Sontag, se encuentra con el viejo dilema respecto de cómo representar. De niños pintamos y dibujamos sin mayor preocupación o angustia por las proporciones, colores y formas; si no había color carnita, tomábamos un café, un rosa, un amarillo o cualquier otro para rellenar la cara de bolita de papá. Sin embargo, al crecer, todo profesionista de la representación debería tener ese dilema en cada momento —eso sería el principal aporte de la universidad, más que la técnica— porque es imposible escapar al encuadre, a las responsabilidades sobre la representación.

Una de las mejores formas de plantear este problema que atañe más que a la vista, a la forma en la que vemos, se encuentra en Joan Fontcuberta y su ensayo “Ficciones documentales”, cuando señala que hasta Daguerre contrató a un par de actores para que aparecieran en la segunda toma del “Boulevard du Temple” y con eso,  “Daguerre conoce por primera vez el dilema que enfrentará la veracidad histórica con la veracidad perceptiva”. Un punto al que se puede llegar después de leer el ensayo de Fontcuberta es que la veracidad histórica puede ser un ideal que se procura alcanzar, pero que estamos condenados a sólo vivir en la aspiración aunque seamos más aristotélicos que platónicos: “Es sólo con una simulación consciente como nos acercamos a una representación epistemológica satisfactoria”. Las figuras de dos hombres, un bolero y su cliente, en medio de la calle vacía componen la primera aparición del ser humano en la historia de la fotografía y que se trate de un montaje puede decirnos mucho.

Llevar la discusión en torno a si contratar actores está bien o mal es caer en términos morales, como dice también Fontcuberta. Lo importante es que de tal trabajo, “el resultado podría ser tildado de ilusión cognitiva si entendemos que prevalece el propósito de acortar aquella separación entre percepción óptica y conocimiento, entre lo que se ve y lo que se sabe”, entre lo que se procura entender y lo que conviene dejar fuera; entre lo que se ve y lo que no se pregunta, pero que vemos y contamos encantados.

Texto por @ÉberHuitzil/eberhuitzil@gmail.com 

Ilustración por @LeslieSánchezRamírez /liesediceli@gmail.com

MasCultura 07-Agosto-17