Las tres cabezas de la disidencia

Cuando mis amigos de Lee+ me invitaron a escribir sobre mis disidentes favoritos, lo primero que me vino a la mente fue un monstruo de tres cabezas hecho de cine, literatura y artes plásticas: el surrealismo por sobre todas las cosas. Más, mucho más que el dadaísmo y sus espectaculares explosiones musicales, literarias o pictóricas, intensas como una granada, pero casi imposibles de desarrollar; soy fan incondicional de los surrealistas en cualquiera de sus formas. A finales de los veinte hicieron películas breves e incendiarias, que buscaban sublevar a los espectadores, y se resistían a contar una historia de modo lineal. Quizás por todo lo anterior, las primeras películas de Luis Buñuel ni siquiera se estrenaron en circuitos comerciales e incluso hubo alguna carta de la policía que recomendó que dejaran de circular. Un perro andaluz, que apenas dura veinte minutos, debió exhibirse en una sala del barrio Latino de París, el Studio des Ursulines, a la cual asistieron millonarios como los condes de Noailles, en un extremo; y en el otro, Picasso y la mayoría de los surrealistas, con André Breton a la cabeza. Buñuel no podía creer que burgueses y surrealistas se escandalizaron por igual, pero amaron la película. Hoy en día la escena final nos parece tan impresionante y lejana a las buenas costumbres como lo fue el día de su estreno en 1929.

Por su parte, la fotografía surrealista fue un grito de alarma contra los límites y las convenciones que el joven arte de la fotografía adoptaba a menos de cien años de su nacimiento. Había que demostrar que el reciente lenguaje fotográfico se estaba anquilosando, y era urgente expandir sus fronteras. Según Clément Chéroux, sin duda el mejor observador de los fotógrafos radicales, el lenguaje fotográfico se enriquece cuando un creador toma una cámara y cuestiona sus límites. En sus dos breves pero deliciosos libros, Breve historia del error fotográfico y La fotografía vernácula, el actual curador de fotografía del museo Georges Pompidou analiza otros modos de hacer fotografía, lejos de las obras que consideramos “artísticas”; imágenes fabulosas que provocan los aficionados al forzar los límites del lenguaje fotográfico por un error técnico: tapar parcialmente el objetivo con un dedo, mover la cámara mientras están retratando a alguien o simplemente registrar lo que consideran bello sin preocuparse por la técnica o los criterios estéticos en boga. Como demuestra Chéroux, este tipo de disidentes involuntarios pueden crear efectos interesantes, que más tarde suelen ser imitados por artistas reconocidos, y parodiados o exhibidos con gran éxito en galerías y museos. En sus ensayos, Chéroux también cuenta las historias de los disidentes radicales que dominaban el arte de la foto, pero prefirieron reírse de la técnica y la estética, como fue el caso de Man Ray. Además de retratar a la marquesa Casati con seis pares de ojos, a Méret Oppenheim desnuda y con un brazo manchado de tinta, a Kiki de Montparnasse con dos lindos agujeros en forma de efe dibujados sobre su bella espalda, y a prácticamente todos los artistas famosos que vivían en el París de los años veinte, Man Ray experimentó con los diversos pasos del revelado fotográfico, logrando espectaculares resultados, por ejmplo: el método que él desarrolló como nadie y que conocemos ahora como solarización. Pero también registró directamente la sombra de diversos objetos colocados sobre el papel fotográfico, de modo que formaran una interesante composición, y con ello creó sus famosos rayogramas. A diferencia de Henri Cartier-Bresson, que podía acechar horas a que ocurriera ese algo poético y revelador que él llamaba “el instante decisivo”, el mejor fotógrafo que dio el surrealismo se encerraba con sus víctimas deliberadamente, dispuesto a provocar lo asombroso.

En una ocasión, en medio de una sesión de desnudos con una de sus modelos preferidas, a la modelo se le cayó un cigarro debajo de un mueble, y al ver que la joven se inclinaba de un salto a recogerlo, Man Ray le tomó una serie de retratos por la espalda mientras ella se hallaba inclinada. Al comprender las intenciones de Man Ray, la joven intentó cubrirse con ambas manos el sexo, y el resultado fue La prière, una de las fotos más impresionantes del surrealismo, y que, al igual que Un perro andaluz en el cine o las pinturas de René Magritte y Salvador Dalí, es capaz de crear un escándalo a más de ochenta y cinco años de su primera exhibición.

También la literatura surrealista fue rica en disidencias. Basta decir que Philipe Soupalt, Robert Desnos, André Breton y Louis Aragon se resistían a escribir novelas convencionales, atiborradas de aburridísimas descripciones, una prosa que no incitara al lector a la rebelión, que no lo impulsara a fusionar sueño y realidad en una realidad superior, y nada los indignaba más que encontrar en libros de otros autores lo que ellos consideraban personajes hechos para complacer a los burgueses, apoyados en frases simples y lineales, por el estilo de “La marquesa salió a las cinco”. Así surgieron obras como la bellísima y perturbadora Nadja y El amor loco, de Breton, y el Tratado del estilo, de la pluma de Aragon. Pero llegados a este punto hay que reconocer que los mayores disidentes de la literatura no se encuentran exclusivamente en la literatura surrealista.

Se acepta que el gran disidente de la literatura es Bartleby, el personaje de Melville que un día se niega a obedecer a sus jefes y se rebela con una frase tan cortés que desarmaba a cualquiera: “Preferiría no hacerlo”. Pero otros sugieren que el disidente mayor ha sido Godot, que nunca aparece como no sea en boca de Vladimir y Estragón. Yo prefiero los procesos del abuelo paterno de ambos autores, don Franz Kafka, pues como dijo Sabato, con una prosa transparente y tradicional, Kafka “dio una visión revolucionariamente nueva de la realidad”. Y no con los mismos recursos, pero también con fabulosos resultados, la literatura estadounidense nos ha dado algunos de los disidentes más notables.

Tom Sawyer y Huck Finn tendrían doce años cuando, en vez de quedarse encerrados como mansos corderos, desafiaron cada una de las convenciones escolares y familiares de su pequeño pueblo natal, por no hablar del modo como ayudaron a un esclavo negro a huir de la esclavitud, mucho antes de que se decretara la abolición de semejante injusticia en los Estados Unidos. Por cierto, siempre he sostenido que el protagonista de Unos caballos muy lindos, de Cormac McCarthy es la continuación de Tom Sawyer en un mundo más cruel: John Grady Cole es un adolescente texano que, armado con determinación e inocencia, decide cruzar a caballo la frontera con México. Sus aventuras hacen posible la que en mi opinión es la mejor novela de Cormac McCarthy.

Otro sureño, el Ignatius Reilly de La conjura de los necios, se resistió a trabajar toda su vida y mucho después de haber cumplido los treinta lo seguía manteniendo su abnegada madre. Más que un haragán, Reilly era un auténtico disidente que provocaba desastres absolutos cada vez que ponía un pie en la calle, y para consolarse escribía enormes tratados sobre la imperfección del mundo contemporáneo o, como él la llamaba, “su absoluta falta de geometría”.

En la línea de las decisiones radicales, muchas de las novelas de Paul Auster nos fascinan porque sus jóvenes protagonistas se resisten a integrarse a una sociedad que está lista para devorarlos, y prefieren volverse detectives o mendigos. Antes que aceptar un empleo predecible y grisáceo que lo alejaría de la literatura, el protagonista de El palacio de la luna se encierra a leer en su modesto departamento, decidido a agotar los centenares de novelas del siglo xix que le heredó su tío Víctor. Marco Stanley Fogg literalmente debe dormir y comer sobre la literatura del siglo xix. Puesto que no tiene otro ingreso, cada vez que termina de leer una novela sale a revenderla en las librerías de viejo, de modo que si desea desayunar dos huevos revueltos debe leer al menos dos novelas de Dostoievski.

Aunque él sea torpe e ingenuo, y ella caprichosa y colérica, los amantes de Las palmeras salvajes son dos disidentes inolvidables. En las deslumbrantes páginas de la novela de William Faulkner sus vidas se encienden y brillan ante nuestros ojos, y al huir de los dictados de la sociedad protagonizan una de las mejores novelas de amor de todos los tiempos. Si alguien lee esta novela y no vibra con la historia de los amantes es porque ya está muerto y no se ha dado cuenta.

Una cosa que tienen en común todos estos personajes es que de un modo u otro buscan detener el paso del tiempo. Así lo hace, y de una manera genial, el protagonista de El guardián entre el centeno, que antes que obedecer las exigencias de un mundo que lo obliga a madurar, prefiere sorprender al lector con el final de su relato, donde se demuestra que la literatura es un acto de magia creado con una correcta combinación de palabras.

Finalmente hay que agregar que en la literatura la disidencia no tiene límite de edad. Pereira, el protagonista de la inolvidable novela de Tabucchi, fue un servidor de los diarios más conservadores de Portugal a lo largo de toda su vida, y fue hasta los últimos minutos de su carrera, casi al borde de la jubilación, cuando el anciano periodista decidió saltar la censura y darle un golpe a la dictadura salazarista donde más le dolía.

El capitán Ahab tampoco era joven. En lugar de concentrarse en matar tantas ballenas como fuera posible, a fin de enriquecer a los patrones con su valioso aceite, Ahab ordenó a los marineros del Pequod poner en segundo plano los intereses comerciales y buscar con ahínco el cachalote blanco que representaba el mal absoluto, al cual se propuso liquidar.

Don Quijote es otro de los mayores rebeldes de la novela que, al filo de los cincuenta años, vestido con la armadura más ridícula y a su vez eficaz que uno pueda imaginar, en cada una de las tres ocasiones en que se escapó de su ama, su sobrina, el cura y el barbero, también lanzó su propia cruzada contra el mal.

Para mí, dos de los mayores disidentes latinoamericanos son Jorge Luis Borges y Augusto Monterroso. Me gustaría demostrarlo, pero el espacio se acaba. Así que sugeriré al lector que busque las “Tres versiones de Judas”, del primero, y “La rana que quería ser una rana auténtica”, del segundo, que revela discretamente y a carcajadas la última verdad sobre todas las disidencias.

Por Martin Solares

MasCultura 17-abril-17