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Mahler y la maldición de la novena sinfonía

En la música de concierto existe una superstición equiparable en el rock al club de los 27, aquellos músicos extremadamente populares que murieron a los 27 años. En este caso, no se trata de una edad funesta, sino de una “sinfonía maldita”. Beethoven (1770-1827) compuso nueve sinfonías -y el esbozo de una décima de dudosa autenticidad-; Schubert (1797- 1828) también cuenta con nueve obras sinfónicas; Bruckner (1824-1896) no llegó a concluir su novena -pero nos dejó tres espléndidos movimientos-; el compositor checo Dvorák (1841-1904) también escribió nueve trabajos sinfónicos (su novena, “La Sinfonía del Nuevo Mundo”, es quizá la más famosa en su repertorio) al igual que el compositor ruso Glazunov (1835-1936).

Es complicado saber con exactitud en qué punto de la historia nace la leyenda negra, pero existen elementos para pensar que el principal promotor de esta idea fue el compositor y director de orquesta bohemio-austriaco Gustav Mahler (1860-1911), quien, luego de terminar su octava sinfonía, intentó burlar la maldición componiendo “La Canción de la Tierra”, aunque en realidad se trataba de una sin- fonía. Al no haber titulado esta obra ‘9a Sinfonía’, creía haberse librado del destino; no obstante, lo que sucedió después es digno de una novela kafkiana: terminó otra sinfonía a la que tituló “Novena Sinfonía”, misma que no llegó a escuchar en su estreno en 1912; comenzó una décima y poco después murió.

Mahler comenzó a trabajar en la “Sinfonía No 9 en re mayor” en el verano del año 1909, en Alt-Schluderbach, un pequeño poblado en la frontera entre Austria e Italia. Allí se hizo construir una pequeña casa de madera para permanecer aislado; este lugar y los paisajes del Tirol austriaco favorecían a su trabajo creativo. En una primera lectura, se puede interpretar esta sinfonía como una despedida del compositor, como un adiós a la vida: presentía su propia muerte, aun habiendo sorteado la maldición de la novena. Pero un examen más detallado nos permite valorar otros puntos.

Mahler estaba en un período de gran impulso creativo. Cuando compuso esta obra, preparaba la próxima temporada como director de la Filarmónica de Nueva York, donde tenía que dirigir 60 programas, un trabajo titánico que Mahler supo compaginar muy bien con su labor compositiva. El enérgico director se encontraba exhausto, casi moribundo, y su vida personal atravesaba un periodo de oscuridad, producto de su crisis matrimonial. No hace mucho tiempo había perdido a su hija predilecta, Putzi, a manos de una enfermedad que la obligó a vivir en cama con dolores terribles. Muchos dirían que la muerte de Putzi fue el comienzo de la irreversible decadencia física de Mahler y de los problemas en su matrimonio.

En el verano de 1910, Alma Mahler dejó a su marido para que continuara trabajando en sus composiciones y por recomendación médica se marchó una temporada al balneario de Tobelbad, en su natal Austria, para reponerse de la dramática pérdida de su hija, hecho que la había sumido en una profunda depresión. Allí conoció a Walter Gropius, un joven y prometedor arquitecto alemán, que más tarde sería reconocido como el fundador de la Bauhaus. Vivieron un idilio que retomaron después de la muerte de Mahler y más tarde se unieron en matrimonio.

Mahler descubrió la infidelidad de su esposa al interceptar una carta de Gropius para Alma, en la que le proponía dejar a su familia para iniciar una vida juntos. Alma había dejado de amarle. Este golpe devastó al compositor, quien trató en vano de reparar las faltas cometidas durante su matrimonio. Mahler fue un compositor de genio tan grande como su ego, pues eclipsó la intención de Alma de componer su propia música.

Antes de su matrimonio, expresó en una carta dirigida a Alma que el único requisito para la unión era la promesa de devoción absoluta hacia su persona… y el abandono de sus ambiciones musicales. Alma se convirtió por voluntad propia en compañera y sombra de Mahler, siempre al pendiente de la vida terrenal del compositor.

En el manuscrito del andante de la novena sinfonía se encuentra escrita la frase ‘¡Oh, juventud desaparecida!, ¡Oh amor huido!’, así como referencias a “su lira”, como le decía a Alma. La novena sinfonía ocupa un lugar privilegiado, ya que es una obra profundamente personal de un Gustav Mahler vulnerable y herido por las pérdidas que sufrió durante su vida.

En el mes de febrero de 1911 Mahler enfermó gravemente, por lo que decidió regresar de América a Europa. Murió a los 50 años en Viena, el 18 de mayo de 1911, por una infección de los tejidos del corazón, entonces incurable por no haberse descubierto todavía la penicilina. Dejó tras de sí un legado musical que transformó la composición sinfónica e influyó a Schönberg, Berg y Webern, compositores que siempre lo admiraron y continuaron su obra, llevándola a sus límites expresivos. Ya en el adagio de la décima sinfonía de Mahler, último movimiento que logra esbozar, se intuye un estilo completamente distinto que insinúa la atonalidad, corriente de vanguardia que más tarde cobraría popularidad. Es irresistible imaginar a dónde habría llegado Mahler en sus composiciones de haber vivido unos años más.

Esta es la historia de una obra que nos habla de los últimos días de un hombre obsesionado con la muerte, que nos dejó una obra grandiosa y que se suma a la lista de los compositores “malditos”, que encontraron la muerte después de componer su novena sinfonía.

Este texto fue escrito por Osiris Domínguez y publicado originalmente en el número 111 de Revista Lee+. Pueden leerlo en su versión digital dando clic aquí o en su versión física, disponible en todas las Librerías Gandhi del país.