Dos centenarios de cuidado Pedro Infante y El Santo

Ambos tenían algo de inocencia, a los dos les gustaba exhibir sus músculos y posar para las cámaras. Tenían carisma, pero de modos diferentes. Mientras que uno reía todo el tiempo y cantaba cada vez que podía, el otro le extendía la mano a los niños y los saludaba con mucha seriedad. Todo un país se quiso asomar a los hoyitos de su máscara, pero no pudo ver nada. El otro se dejaba ver por todo mundo, y si a su público no le bastaba, él no se preocupaba. Ambos cumplen cien años, pero sus mundos, por extraño que parezca, no se tocaron. Y eso que sus historias seguramente transcurrieron por los mismos barrios. Quizá Pepe el Toro y El Santo se cruzaron en el mismo gimnasio, se enamoraron de la misma muchacha o se hicieron un traje con el mismo sastre. En la cantina, eso no, porque El Santo no tomaba, siempre era ejemplar. Y los niños pensaban que dormía, se bañaba, desayunaba y hasta besaba con la máscara puesta.

Lo cierto es que no compartieron el mismo tiempo. Pedro Infante murió en 1957 y El Santo subió al ring del cine mexicano un año después. Pedro coqueteaba con las mujeres, les cantaba, hacía bromas todo el tiempo. Su cine es de cuando se pensaba que no había nada mejor que ser pobre: en la vecindad se la pasaban a todo dar. Incluso Mimí Derba (la rica de la película) manda investigar cómo viven esos pobres, y al final de Ustedes los ricos termina yéndose a vivir con ellos. Ideología de los años cincuenta, cuando la pobreza era algo pintoresco y regional.

Por alguna razón, Pedro Infante es cercano a nosotros, con todo y que el tiempo lo ha alejado. Todavía las lágrimas acuden a los ojos cuando se relata por enésima vez la historia de su muerte, y contra todas las evidencias, aún hay quien piensa que no ha muerto. Aquí, en la capital, todavía se habla con el cantadito de las películas, todavía para los galanes de los barrios sigue siendo un referente, y sus canciones están en el repertorio porque la televisión pasa religiosamente el ciclo de Pedro Infante. Tenía dos personajes detrás de él que lo ayudaron a ser quien fue: Ismael Rodríguez, que le dio la clave para su personaje público, y Manuel Esperón, quien lo ayudó a encontrar su estilo para cantar. Pedro es la mezcla de la risa y el llanto, el desamparo vital, la eterna minoría de edad, el pobre que se purifica con el sufrimiento, la carcajada sonora, la nacionalización del complejo de Edipo, el drama existencial con mariachi, el hombre inalcanzable pero tan cercano que parece mentira que sea producto del sueño de una industria.

Cuando parecía que lo sabíamos todo de él, resulta que se convirtió en mito, es decir, en una eterna lejanía, aunque susceptible de explicar aspectos de nuestra personalidad colectiva. Pero murió, y el pueblo se volcó al homenaje póstumo, y luego al Panteón Jardín, a donde todavía hoy van (cada vez menos) los supervivientes de su culto. Ya no le tocó ver el derrumbe de la Época de Oro, la Era del Bajo Presupuesto. Las películas vernáculas de terror en que lo mexicano se colaba por todos lados, con todo su pintoresquismo. Empero, El Santo, incólume, se paraba ante la cámara, y en medio de zombies, monstruos, momias, mujeres vampiro, científicos locos, guapas sicalípticas rumberas, representaba, decía, la moral. Ésa no estaba a discusión de una pelea, pues El Santo era incorruptible, justiciero, más bien: justo. A diferencia de Pedro, que tiene por lo menos dos libros de gran nivel (Las leyes del querer, de Carlos Monsiváis, y No me parezco a nadie, de Gustavo García), El Santo no ha inspirado más que cómics, series animadas, muñequitos de plástico (con los que Monsiváis adornaba sus libreros): mitología popular. El Santo nunca perdió su máscara, mostró su rostro públicamente en un programa de televisión, con Jacobo Zabludowsky, poco antes de morir. ¡Se ha dicho tanto de su cine!, pero no podríamos decir nada malo, tan incapacitados estamos por agradecimiento. “Ahí filmó El Santo sus películas de terror”, me dijo mi abuelo por la carretera que sale hacia Cuautitlán, y yo veía el raro castillo sobre una montaña.

No nos importa que se vean los alambres de los murciélagos, ni que la computadora de El Santo fuera de cartón y unicel. Para qué teorizar y decir que todo se tiene que ver en el arte como si fuera intencional, eso lo aprendimos ya en la facultad. La verdad es que después, despojados de esas ínfulas analíticas, supimos que el cine se hace también por diversión y no para impresionar en Europa (“Los franceses admiran a El Santo. Aplauden cuando sale el planeta Tierra hecho de cartón”). El Santo se divertía y le encantaba decir que Las mujeres vampiro habían concursado en San Sebastián. Ahora sabemos que hay otra versión en que las mujeres vampiro salen desnudas, y El Santo la filmó feliz. Pero no se puede ver, porque la familia del luchador sí se toma muy en serio la moral de su Santo particular. Murieron los dos, ambos subieron al cielo, cada uno por sus medios. Las alitas de Pedro están hechas del sufrimiento que le procuraron sus guiones. Y el Santo, él ascendió con su capa dorada desplegándose en el aire.

Por Pável Granados @pavelgranados

MasCultura 29-mayo-17