Lo antiguo es nuevo, o de cómo la profesora ‘Ogra’ nos hizo amar la lectura

Lo antiguo es nuevo, o de cómo la profesora ‘Ogra’ nos hizo amar la lectura
Domingo 10 de marzo de 2019
Raquel Castro

Cuando estaba a punto de entrar a la prepa, un amigo un poco mayor me dijo: “cuidado con que te toque la Ogra en Lite. Es terrorífica”. Pensé que exageraba, pero pronto escuché comentarios similares de otras personas que ya habían tenido la experiencia. Así que, cuando me dieron mis horarios y vi que efectivamente tenía Literatura con la Ogra, sentí que me desmayaba.

Pero llegó mi primera clase de literatura universal y… qué sorpresa. La maestra era muy vieja, o eso me parecía; no medía más de metro y medio (cuando mucho) y hablaba tan quedito que había que tener silencio absoluto en el salón para poder escucharla.

—Si no quieren entrar a mi clase, díganlo ya y tienen seis —fue lo primero que nos dijo. La mitad del grupo salió del salón. Una vez que se fueron, ella sonrió—. Qué bueno que se fueron, mejor que los repruebe la vida y no yo —dijo entonces, y nos recetó las reglas del curso: íbamos a leer un libro a la semana, el que quisiéramos cada vez de entre una lista de cerca de doscientos. Podíamos ponernos de acuerdo para leer en distinto orden los mismos libros, de modo que cada quien comprara sólo uno o dos volúmenes y luego los fuéramos rolando. O podíamos sacarlos de la biblioteca, como quisiéramos. Y cada semana haría un examen.

Pensé que estaba loca: ¿Iba a hacernos un examen distinto a cada uno de los treinta que todavía estábamos en el salón ¡cada semana!? Y nosotros, ¿podríamos leer un libro a la semana, de verdad? Que conste que para entonces yo ya tenía un hábito lector, y con todo y eso me entró el miedito. Y más, al recibir la lista de los libros entre los que podíamos elegir: desde el Ramayana, de Valmiki (ese libro escrito entre los siglos VIII y VI antes de la era común), hasta Álbum de familia, de Rosario Castellanos, todo me sonaba a vejestorio. Me arrepentí de no haber pedido el seis de calificación, pero ni modo de cambiarlo por un cero, así que elegí mis primeras lecturas, lo confieso, por la extensión del libro. Creo que empecé con Tristán e Iseo, de un poeta francés del siglo XII, Béroul. Y ¡qué sorpresa me llevé! La historia era buenísima, se me fue como agua. Es la historia de un caballero que tiene que ir a robarse a una princesa para casarla con su rey. Pero en el camino de vuelta, el caballero y la princesa se enamoran, dando pie a un montón de sinsabores (cualquier parecido con la peli de Shrek no es pura coincidencia, por cierto). Todos esperábamos con miedo, pero también con curiosidad, ese primer examen. Y, para nuestro asombro, fue un mismo examen para todos, que consistió en tres preguntas:

  1. ¿Qué libro leíste?
  2. ¿De qué trata?
  3. ¿Cómo se relaciona con tu vida o la de alguien que conozcas?

Yo hablé de la vez que me enamoré del mejor amigo de un novio y de la angustia y la culpa que nos había impedido pasar de un besito. La verdad es que disfruté un montón el examen.

La siguiente semana las dos primeras preguntas del examen fueron las mismas, pero la tercera fue: ¿Por qué crees que vale la pena leer ese libro en estos días? Yo había escogido una colección de cuentos tradicionales rusos en versión de Alexander Pushkin, nada más porque los cuentos rusos me gustaban desde niña; pero a la hora de enfrentar la pregunta me di vuelo, porque me di cuenta de que de veras me parecía padrísimo que pudiéramos seguir leyendo historias así, a la vez tan lejanas (con zares, dragones y brujas que viven en casas con patas de gallina) y tan cercanas (con ambiciones y miedos y deseos tan parecidos a los nuestros).

Cuando me di cuenta, estaba ya enganchadísima. Dejé de escoger los libros más cortitos para buscar los que fueran de lugares más extraños para mí, o los que tuvieran la portada más atractiva, o el título más raro. Los exámenes siempre tenían esa tercera pregunta que, en realidad, era un puente entre el libro y nuestro tiempo. Al terminar la clase, los que seguimos en el grupo nos juntábamos a platicar de las historias como otros hablaban de la telenovela en turno. Era el mundo al revés: anhelábamos esos libros “viejos”, esperábamos con ansia el examen, nos hicimos fans de la maestra temida.

Recuerdo esto hoy, y me doy cuenta de que es una de las razones por las que me sigue gustando leer y, más aún, por las que me gusta tanto compartir lo que leo, como estoy haciendo precisamente ahora, en estas palabras. Ojalá que tú, que las lees, encuentres (o hayas encontrado ya) tus propios motivos para maravillarte con las palabras escritas, y para comunicar esa maravilla.+